Ilustración de José Bielsa

11 DE MARZO DE 2004

"Echo de menos Madrid. La cercanía de la playa, el olor a mar y una casa con jardín no son méritos suficientes para hacerme amar esta ciudad a la que no pertenezco. Aprecio las ventajas de su tamaño mediano, el ahorro de tiempo en los desplazamientos cotidianos y la posibilidad de recorrerla caminando para llegar a cualquier sitio con rapidez, pero me muevo por sus calles con distancia de turista, con el desapego de quien se sabe de paso. Qué le voy a hacer si yo nací en Madrid, y no en el Mediterráneo. Mi niñez no juega en una playa, ni siquiera en una acera, sino en un patio de colegio y en los columpios del Retiro. Mis veranos no huelen a sal ni a brea, sino a cloro de piscina y a césped recién cortado, a pino y a barbacoa en un pueblo serrano, al pie de una montaña, con un pantano que nunca me hizo desear otro mar.

 Añoro el ruido de Madrid. Pitidos, frenazos, ambulancias, semáforos que pían al ponerse en verde, gente que habla a gritos. Una algarabía que ahora me falta, que siento como un vacío en mis oídos. Aquí a los madrileños nos reconocen porque alzamos la voz, protestamos, exigimos rapidez y perfección en todo. Llevamos la prisa adherida a la piel y ni el agua salada logra agrietar esa impaciencia. Dicen que el once de marzo de 2004 lo peor fue el silencio de la ciudad. Madrid, siempre tan bulliciosa, calló. Conmocionada, se quedó sin voz durante unas horas y sólo el ulular de las ambulancias rompió la quietud de una ciudad en silencio. A la espera. Sin fuerzas para gritar, con la angustia atravesando las calles de punta a punta y la náusea en la boca del estómago. La muerte pasa en ambulancias blancas, pongamos que hablo de Madrid. Sabina no acertó. Ese día la muerte viajaba en vagones de tren y durante unas horas atravesadas el aterrador sonido de las ambulancias transportó atisbos de esperanza, de vidas que aún podían salvarse. Fue el ruido contra el silencio de la muerte. 

 Eso dicen. Ese once de marzo yo sólo era capaz de dormir. Lo único que deseaba era cerrar los ojos para olvidar, quedarme bajo las sábanas para no enfrentarme a la vida. Con mis padres de viaje, sola en casa, pude permitirme jugar a desaparecer. Descolgué el teléfono y apagué el móvil. No quería saber nada de un mundo que no me trataba todo lo bien que yo esperaba. Con las persianas bajadas, las ventanas y las puertas cerradas, no me enteré de lo que sucedía a no más de un par de kilómetros de mi propia casa. No sentí las bombas. Los vecinos dicen que las paredes temblaron con la explosión de la calle Téllez. Pero yo no me desperté hasta bien entrada la tarde, no encendí la televisión, no hablé con nadie, no miré a la calle, no oí las ambulancias. Algunas ciudades, en determinados momentos, son como desiertos. Uno permanece aislado y solo. Encerrado en una habitación que equivale a no estar. Encapsulado en un espacio y lejos de todo. Aunque las paredes ofrezcan la narración sonora y pormenorizada de la cotidianeidad de los vecinos, ese rumor acaba por hacerse eco y dejamos de prestarle atención. No me enteré de lo que pasó hasta el día siguiente. Ese viernes doce de marzo salí a la calle a mojarme y a llorar por otros, después de días de hacerlo sólo por mí, tras recibir la llamada de Rebeca el 29 de febrero."

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