Ilustración de José Bielsa

EL ASESINO DE JOHN LENNON

"La frase que selló nuestra amistad y nos habría de unir para siempre, encadenándonos también a Óscar, la pronunció Rebeca en un recreo: “¿Adónde van los patos de Central Park cuando se hiela el lago?”. Yo adoraba El guardián entre el centeno y siempre llevaba un ejemplar en la mochila. Descubrir que Rebeca conocía la novela y el hecho de que hubiese elegido precisamente esa frase para iniciar una conversación supuso para mí una especie de revelación, como si nuestra amistad estuviera predestinada. Rendimos culto a ese libro. De Holden Caulfield, nuestro antihéroe particular, admirábamos su descaro, su rebeldía, y compartíamos con él la estupefacción ante el mundo. “La gente nunca se da cuenta de nada”, grita Holden desde las páginas de El guardián. Al igual que a él nos costaba dejar de ser niños y afrontar que no hay ningún guardián que nos salve del abismo que se extiende tras el campo de centeno. Y que es necesario atravesarlo para crecer, aunque crecer signifique vagar, como Holden en Nueva York, por una ciudad desconocida y hostil donde a nadie le importa adónde van los patos de Central Park en invierno.

 No fue hasta muchos años después cuando me enteré de que esa misma novelita que nosotros veneramos por contener la mejor de las enseñanzas inspiró al asesino de John Lennon. La noticia me interesó tanto que indagué sobre Mark David Chapman, un muchacho inadaptado y mentalmente inestable que, con 25 años, se creía Holden Caulfield. El guardián entre el centeno y John Lennon le obsesionaban y, en algún lugar de su cerebro inmaduro, la mezcla resultó peligrosa. Su admiración inicial por John Lennon se volvió desprecio paulatinamente, a medida que crecían su fanatismo religioso y sus depresiones. Vivía en Hawai, paraíso para muchos que para Mark se convirtió en el infierno donde desarrolló sus obsesiones: la adoración por la novela de Salinger y la identificación enfermiza con su protagonista se fortalecían al tiempo que aumentaba su odio a Lennon, al que consideraba un phoney, un farsante, insulto que Holden Caulfield repite una y otra vez para designar a todos aquellos que le desagradan. En el juicio, Chapman declaró que una de las razones del crimen fue su deseo de dar a conocer al mundo las peripecias de Holden Caulfield. Supongo que a él, como a nosotros entonces, a nuestros diecisiete años, le cautivó el joven rebelde que se resiste a crecer, que escapa a Nueva York para sentirse libre y lo único que descubre es que está solo ante un mundo que no comprende ni le comprende, que lo que más desea en la vida es proteger a su hermana pequeña, Phoebe, que venera a su hermano muerto, Allie, y que tras conocer un mundo de bailes con chicas de pueblo, habitaciones solitarias de hotel, prostitutas y chulos que pegan puñetazos en el estómago, vuelve una y otra vez a Central Park, paraíso de su infancia donde los patos desaparecen en invierno.

 Chapman llegó a Nueva York el seis de diciembre de 1980, dos días antes de descerrajar cinco tiros a Lennon a las puertas del edificio Dakota, situado precisamente frente a ese Central Park tan querido por Holden. En esas cuarenta y ocho horas el inminente homicida buscó una prostituta, compró una pistola y adquirió un ejemplar de El guardián entre el centeno, en el que escribió: “Esta es mi declaración”. Horas antes de matarle, se acercó a Lennon y le pidió un autógrafo. 

 Esta historia me obsesionó durante algún tiempo. Me aterraba la idea de compartir la admiración por el mismo libro con un asesino, con alguien tan perturbado. De hecho todavía hoy pienso en ese suceso cuando me meto a chatear en foros literarios de Internet. Cuando conecto con alguien con el que comparto inquietudes, gustos y obsesiones literarias fuera de lo común, mi emoción inicial se ve frenada por una desconfianza que se vuelve desasosiego si esa persona se interesa por mí en aspectos extraliterarios. Me acuerdo de Mark David Chapman, pienso que si escribiera en un chat llegaría a entenderme con él, que tendríamos un importante vínculo a través de El guardián entre el centeno, que le admiraría a poco que escribiera entusiastas comentarios sobre Holden Caulfield. Me acuerdo del verso de Allen Ginsberg: “El hombre que asesinó a John Lennon tenía una coherencia de culto al héroe”.Pensamientos como ése me asaltan más a menudo de lo que desearía. Y a veces me asustan."


¿ADÓNDE VAN LOS AVIONES?



A veces sigo preguntándome adónde van los aviones. Cuando veo una uñarada brillante que rasga el cielo, ascendiendo hacia el azul, me acuerdo de la pregunta de Óscar: “¿Adónde irá ese avión?”. La pronunciaba cada vez que veíamos un avión, como una señal indicando el futuro. Aquel año en que se forjó nuestra amistad, Óscar no dejaba de soñar con viajes que le permitieran conocer otros mundos. Siempre estaba hablando de ir a Praga o a Munich; le fascinaba Europa, quería recorrérsela entera. Acumulaba información, mapas, reportajes, folletos del Interrail y planificaba itinerarios. Su sueño era irse a vivir a Londres. “Porque es muy gris, porque siempre llueve”, decía. A Óscar le encantaba la lluvia. Insistía en que le animaba y, aunque Rebeca y yo no lo entendíamos, con él aprendimos a disfrutar de los aguaceros, a alegrarnos cada vez que llovía. Cuando había tormenta, en verano, Óscar salía a la calle, a mojarse. A empaparse de naturaleza, repetía. A contracorriente. “¿Adónde irá ese avión?”, preguntaba, señalando el cielo. Rebeca y yo seguíamos su dedo y los tres nos permitíamos soñar.
Óscar, Rebeca y yo formamos un equipo sólido e indestructible durante aquel memorable año de COU. Nos supimos especiales, elegidos, únicos. Con ellos descubrí que hay noches que valen por toda una vida y aprendí que la única amistad que perdura es la que consigue construir un mundo propio e infranqueable para los extraños. Tejimos una amistad vedada a los demás, hilada de complicidades musicales y literarias, de guiños y bromas sólo nuestras, de secretos e intimidades de las que todos los demás estaban excluidos. Óscar  y Rebeca  fueron los dos pilares a los que me aferré para intentar construirme a mí misma, dos iguales con los que me sentía realmente como quería ser. No eran una meta a alcanzar, como Miguel; ni enemigos de los que defenderse, como casi todos los compañeros del colegio; ni amigos de conveniencia como los de la sierra.
Sigo sin entender qué pasó y no dejo de preguntarme cómo dejamos que pasara. Y por qué no hicimos nada después.
Desde el futuro las cosas se ven más claras. Pero eso no quiere decir que se entiendan mejor. O que se entiendan, sin más.
No he vuelto a tener amigos como ellos.


11 DE MARZO DE 2004

"Echo de menos Madrid. La cercanía de la playa, el olor a mar y una casa con jardín no son méritos suficientes para hacerme amar esta ciudad a la que no pertenezco. Aprecio las ventajas de su tamaño mediano, el ahorro de tiempo en los desplazamientos cotidianos y la posibilidad de recorrerla caminando para llegar a cualquier sitio con rapidez, pero me muevo por sus calles con distancia de turista, con el desapego de quien se sabe de paso. Qué le voy a hacer si yo nací en Madrid, y no en el Mediterráneo. Mi niñez no juega en una playa, ni siquiera en una acera, sino en un patio de colegio y en los columpios del Retiro. Mis veranos no huelen a sal ni a brea, sino a cloro de piscina y a césped recién cortado, a pino y a barbacoa en un pueblo serrano, al pie de una montaña, con un pantano que nunca me hizo desear otro mar.

 Añoro el ruido de Madrid. Pitidos, frenazos, ambulancias, semáforos que pían al ponerse en verde, gente que habla a gritos. Una algarabía que ahora me falta, que siento como un vacío en mis oídos. Aquí a los madrileños nos reconocen porque alzamos la voz, protestamos, exigimos rapidez y perfección en todo. Llevamos la prisa adherida a la piel y ni el agua salada logra agrietar esa impaciencia. Dicen que el once de marzo de 2004 lo peor fue el silencio de la ciudad. Madrid, siempre tan bulliciosa, calló. Conmocionada, se quedó sin voz durante unas horas y sólo el ulular de las ambulancias rompió la quietud de una ciudad en silencio. A la espera. Sin fuerzas para gritar, con la angustia atravesando las calles de punta a punta y la náusea en la boca del estómago. La muerte pasa en ambulancias blancas, pongamos que hablo de Madrid. Sabina no acertó. Ese día la muerte viajaba en vagones de tren y durante unas horas atravesadas el aterrador sonido de las ambulancias transportó atisbos de esperanza, de vidas que aún podían salvarse. Fue el ruido contra el silencio de la muerte. 

 Eso dicen. Ese once de marzo yo sólo era capaz de dormir. Lo único que deseaba era cerrar los ojos para olvidar, quedarme bajo las sábanas para no enfrentarme a la vida. Con mis padres de viaje, sola en casa, pude permitirme jugar a desaparecer. Descolgué el teléfono y apagué el móvil. No quería saber nada de un mundo que no me trataba todo lo bien que yo esperaba. Con las persianas bajadas, las ventanas y las puertas cerradas, no me enteré de lo que sucedía a no más de un par de kilómetros de mi propia casa. No sentí las bombas. Los vecinos dicen que las paredes temblaron con la explosión de la calle Téllez. Pero yo no me desperté hasta bien entrada la tarde, no encendí la televisión, no hablé con nadie, no miré a la calle, no oí las ambulancias. Algunas ciudades, en determinados momentos, son como desiertos. Uno permanece aislado y solo. Encerrado en una habitación que equivale a no estar. Encapsulado en un espacio y lejos de todo. Aunque las paredes ofrezcan la narración sonora y pormenorizada de la cotidianeidad de los vecinos, ese rumor acaba por hacerse eco y dejamos de prestarle atención. No me enteré de lo que pasó hasta el día siguiente. Ese viernes doce de marzo salí a la calle a mojarme y a llorar por otros, después de días de hacerlo sólo por mí, tras recibir la llamada de Rebeca el 29 de febrero."

B.S.O.: PURPLE RAIN_Prince


"Los lugares son sólo lo que ponemos en ellos. Los deseos, expectativas o vivencias volcados en el aire es lo único que los hace especiales. Durante la adolescencia íbamos siempre a los mismos sitios los fines de semana: los mismos bares, las mismas discotecas. Siempre creí que eran los locales los que decidían el signo de una noche. Cuando cerraron Jácara, mi mejor amiga y yo nos desesperamos porque nos habían arrebatado el único lugar del mundo en el que pensábamos que podían suceder las cosas que más deseábamos. Al viernes siguiente hacíamos cola en Pachá y, aunque echábamos de menos más canciones españolas, pronto nos acostumbramos a escuchar la banda sonora de nuestras emociones en inglés y a apurar los besos bajo los compases de Purple Rain. Al año siguiente ella cambió de colegio y yo no volví a Pachá. Y tampoco pasó nada."


B.S.O.: NO ES AMOR _ LOS SECRETOS



"Sé que Víctor nunca va a enamorarse de mí. Nuestra relación me recuerda a una canción de Los Secretos: Has visto demasiadas películas rosadas y te lo has llegado a creer / qué esperas de la vida, ya no eres esa cría, sólo queda lo que ves / tu príncipe soñado ya viene retrasado y mi oferta sigue en pie / Ya sé que no es amor, pero está bien. / No esperes ahí sentada o soñando con la almohada, todo te salió al revés./ Ya sé que no es amor, pero está bien.
A veces pienso que Enrique Urquijo la escribió sólo por mí. Soñaste tantas bodas y despertaste en todas tan sola al amanecer / qué quieres que te diga la noche se hace fría y no para ningún tren / Aquella vieja almohada y mis manos en tu espalda es lo que te puedo ofrecer / ya sé que no es amor, pero está bien.
Espero algo más, también en el amor. Conocer a alguien, volver a enamorarme, que se enamoren de mí. Jugar a la seducción, sentir burbujas en el estómago y escalofríos en la piel. Pasión, sexo salvaje. Parece mentira. Seguir creyendo en estas cosas, seguir esperando que pasen. Caer en la trampa del imaginario sentimental de teleserie juvenil o de protagonista de comedia romántica con el que he crecido y tener fe en que algo bueno me puede pasar en cualquier momento". 


B.S.O: JOAN MANUEL SERRAT

"Al final nunca pasa nada o pasa todo hasta que se vuelve nada. Todo pasa y todo queda pero lo nuestro es pasar. Descubrí a Machado por las canciones de Serrat. Serrat forma parte de mi infancia como los bocadillos de Nocilla o Verano Azul."

 

"Mi madre tenía un magnetofón antiguo en el que grababa canciones mientras me hacía callar llevándose el dedo a los labios. Se quedaba muy quieta, escuchando la música, y yo no entendía por qué se ponía tan triste, así que la abrazaba. Ella me pasaba un brazo por los hombros y me estrechaba con fuerza debajo de su axila. Yo sentía que me asfixiaba y me zafaba como podía, corriendo por el pasillo hasta mi habitación. Unos años después era yo la que lloraba oyendo cintas en el walkman. Qué va a ser de ti lejos de casa, nena qué va a ser de ti. Canciones que también nos acompañaban en el coche, en aquellos viajes a ciudades como Salamanca o Córdoba que a mí me parecían lejanas y exóticas."

 

LOS PATOS DE CENTRAL PARK CELEBRAN SU PRIMER AÑO



Hace un año que Los patos de Central Park llegaron a las librerías.

En estos meses la novela ha ganado lectores y amigos.

Gracias a todos.

Este aniversario es oportuno para recordar las palabras que el escritor Antonio Gómez Rufo dedicó a la novela en la presentación.




"LOS PATOS DE CENTRAL PARK es una primera novela que no parece una primera novela. Una novela necesita atrapar para conmover, y Marina ha demostrado conocer esos resortes para emocionar desde una literatura perfectamente correcta y un lenguaje preciso que no deja espacio para concesiones a los convencionalismos ni los lugares comunes. Creo que ha descubierto el truco y nos lo muestra sin pudor en la página 8, en donde podemos leer: "Los lugares son sólo lo que ponemos en ellos".  Y como los libros también son lo que en ellos ponemos, Marina ha escrito lo que quería transmitir a sus lectores de una manera honesta, limpia y sin artificios.

Hay una vieja novela, El príncipe negro, de Iris Murdoch (la escritora irlandesa que la publicó en 1973), que me vino a la memoria mientras leía Los patos de Central Park. Ahora creo que fue porque, como en aquella, en esta novela se utiliza a los personajes como carga simbólica del protagonista, de la protagonista en el libro de Marina, y porque también la melancolía lo preside todo, esa sensación compuesta por emociones, recuerdos y nostalgias.  

Porque en esta novela se describe un viaje hacia fuera y un viaje hacia dentro. Desde el pasado al presente y del presente al futuro. Es, en definitiva, la búsqueda de un futuro, dejando atrás un tiempo descrito como feliz, pero que es un autoengaño porque en realidad no lo fue.

El pasado de Marina, al menos el pasado reciente, no fue feliz. Por eso ha sabido acertar a la hora de escribir esta novela. Y por eso nos alegramos doblemente: porque ese pasado quedó atrás y porque ahora conocemos a una mujer mucho más completa y, estoy seguro, también mucho más feliz".